lunes, 21 de noviembre de 2011

Instante

Espesa, la columna de luz termina su recorrido justo sobre el vaso que hace solo un momento ha sido depositado frente a mí. Esa luz, que recién ahora, en su tramo final, puede ser llamada rayo, habrá recorrido millones de kilómetros a través del espacio, atravesado luego capas de atmósfera y rebotado entre inmutables paredes de hormigón; para finalmente colarse por ese pequeño agujero en la persiana metálica del bar y dejarse caer, con la precisión de un águila al acecho, sobre mi vaso de vino tinto, no sin antes verse levemente interrumpida por el grueso cristal empolvado que hace de vidriera. Precisamente por este capricho físico, mi vino no tiene ahora el color turbio e impenetrable que presentaba originalmente en la botella, antes de que me fuera servido con desgano por el mozo, sino, antes bien, cristalino y rubicundo. En su interior, algunas partículas de misterioso origen todavía se agitan irreverentes por el impulso recibido al ser mudadas de la botella a mi vaso.

Antes de interrumpir este ritual, vacilo un instante; luego, aproximo mi mano al vaso con la intención de estimular aún más la danza que allí dentro tiene lugar. Sin embargo, no lo hago. Por el contrario, tomo el vaso y lo dirijo lentamente a mi boca como estaba por hacerlo el día en que él me contó su historia y que por lo tanto fue el último que lo visité.

Se llamaba Ángel y vivía en la plaza desde hacía algún tiempo. Cuando llovía, solía pasar la noche en un oscuro taller mecánico donde un hombre imperecedero cebaba mate y silbaba en un rincón. Con la misma parsimonia con que alimentaba su intrascendencia, le permitía a Ángel refugiarse cada tanto entre  autos que seguramente ya no esperaban ser recogidos por sus dueños.

Alguna vez había tenido una vida feliz, me contó aquel día. Había conocido a una chica del interior. Él también era del interior, pero -según me dijo- ella más todavía. Con esto quería decir que él había nacido más cerca de la capital y que se había mudado no mucho después de nacer. Con el tiempo, llegaron a tener una relación más íntima y estable. Se veían seguido, excepto cuando ella tenía reuniones. Esas jornadas eternas -me contó- se sentía solo en el mundo. Caminaba hasta el río y volvía, suspendido tras una capa de impertérrita ausencia y abandono. Frecuentemente, lo hacía durante todo el día, las veces que fuera necesario para apurar ciegamente el reencuentro.

Y había tenido un hijo o creía o no sabía exactamente si sí o si no, “que ahora debería tener tu edad”, remarcó.  Habían comenzado a vivir juntos, sin que él averiguara en qué consistían sus reuniones, sostenía -según me aseguró- que habían sido una concesión que él había ofrecido a cambio de los buenos momentos que pasaban juntos. Un día, el mismo en que el agua del río bajó hasta que su lecho quedó al descubierto y con él años de basura acumulada, se lo anunció: estaba embarazada. “Vas a tener un hijo” -dice que le dijo-, y a continuación se tragó el último sorbo del vaso que él mismo le había llenado. Después se quedaron dormidos, vestidos, con las bocas pastosas, con las voces gastadas; como estaban. Creyendo en un destino.

Algunos meses, compartieron caminatas. Llegaban hasta los bosques y allí pasaban el día traduciendo en imágenes la incertidumbre del futuro. Ella era más arriesgada en sus pronósticos, acaso más voluntarista, pero defendía sus afirmaciones con el ahínco suficiente como para resultar convincente. Él, por el contrario, no excedía nunca los límites de lo previsible, escatimaba las conjeturas y se refugiaba en las evidencias de la rutina colectiva. Me dijo que no necesitaba más para sentirse dichoso, que la seguridad de la monotonía le hubiera bastado. Le hubiera bastado, pero nada de eso fue así.

Ella simplemente desapareció y con ella su hijo. En vano, la esperó. En vano, trató de contactar conocidos. Siguió pistas, formuló hipótesis, llegó incluso a dirigirse a la policía. Nunca más la volvió a ver, había salido rumbo a una de sus reuniones y jamás regresó. “Y en su vientre -volvió a decir- mi hijo”. “Que ahora debería tener tu edad”, repitió cuando yo estaba por llevarme el vaso de plástico cargado con vino barato a la boca.

Ahora puedo sentir cómo el líquido invade fugazmente mi garganta e inmediatamente comienza a deslizarse hacia el interior de mi cuerpo, mientras el aroma punzante sube para alojarse indefinidamente en mis fosas nasales. Al mismo tiempo, mi mano, nerviosa, intenta devolver infructuosamente el vaso a su antiguo lugar, a su primigenio estado de armonía, bajo el único rayo de sol que todavía a las seis de la tarde ingresa al bar, justo en el centro de la mesa. Pero no hay caso, algo se ha perdido en ese instante.

martes, 8 de noviembre de 2011

"Tienen tres hijas mujeres, ya casadas, y sólo una sigue viviendo en Paradiso. Las otras dos se habían escapado de la zona tórrida, una a Francia y otra a Alemania; las tres estaban dedicadas a campañas ecológicas y a escribir memoriales sobre los derechos de los índigenas del Amazonas"
  Angosta Héctor Abad Facioline

lunes, 7 de noviembre de 2011

fonética aplicada

“inmigrante a su pesar”
rocío silva santisteban

dejó una estela cuando lo deportaron
por no pronunciar la w sonora y fricativa
mucho menos labiodental

días antes frau merkel había expuesto
las particularidades del alto alemán
valiéndose del alfabeto fonético internacional
y un puntero incisivo y lacónico
                     largo e insobornable
                        
pero en ese momento de compulsiva y necesaria
ilustración
la berliner kindl ya había hecho su efecto
y el jägermeister conjuraba
otra derrota del hertha

se había integrado
pero por el lado de vicios y
pasiones degradadas
               cosas de ratas y hartzIV empfänger
arguyeron las autoridades cuando lo despedían

jueves, 3 de noviembre de 2011

La cofradía de las dos espadas

Cuando después de sangrientos enfrentamientos logramos someter a las pequeñas tiranías, la aparente simplicidad del orden inaugurado se convirtió en el nuevo desafío. Al principio, debimos concentrar los esfuerzos individuales en controlar nuestros territorios y consolidar nuestros dominios. Yo en el occidente y él en el oriente, o quizás al revés, ya no lo recuerdo. Con el tiempo, más que las pálidas escaramuzas en los confines de nuestros respectivos reinos comenzaron a atemorizarnos nuestras presencias, la sombra del otro asechando a escasos pasos. Ambos supimos reconocer en la figura vecina a un gran señor, un líder, y en el resto a simples aventureros o vasallos. Pequeñas incursiones bélicas a los horizontes de nuestros territorios bastaban para amedrentar a estos últimos, pero sabíamos que en cualquier momento sería tiempo de la Gran Guerra. La total, la decisiva.

Empezamos a probarnos. En el fondo, cada uno de nosotros se sentía más poderoso que el enemigo pero la fama de inclementes que ambos habíamos sabido conquistar imponía respeto y vacilación. Comenzamos a enviarnos mensajeros con misivas provocadoras. Por aquel entonces, controlábamos la frontera que nos separaba con el mismo empeño que poníamos en detectar la distracción y la debilidad del otro. Fortalecimos nuestras huestes y las instruimos para que incursionaran en el campo ajeno, pero siempre prevenidas de que no incurrieran en agresión. Los múltiples augurios, sin embargo, ya lo profetizaban: el Gran Terror estaba por desatarse.

Entre tanto, una espada altanera llegada desde el extremo septentrional amenazaba con aprovecharse de nuestra fría rivalidad para rebelar a nuestros respectivos aliados e imponer un poder omnímodo en todo el orbe. Advertimos entonces -e intuimos que los pensamientos coincidían- que cuanto más nos ensañáramos con nuestro par -yo con él, él conmigo- más débiles nos presentaríamos ante los numerosos advenedizos y codiciosos. Después de algunas rencillas menores en las que ninguno de los dos pudo exhibir su superioridad, iniciamos las negociaciones que conducirían a la memorable Gran Alianza. Intercambiamos embajadas, enviamos a nuestros mejores hombres y finalmente nos presentamos en persona para pactar que en adelante no solo reprimiríamos las agresiones mutuas, sino que también aseguraríamos la defensa de las zonas sensibles del otro.

La Era de la Paz –quiero creer– todavía se invoca como el momento de mayor esplendor de nuestros reinados. Mientras duró, supimos administrar con destreza y sabiduría el destino de nuestros territorios y súbditos. Hicimos las ambiciones a un lado y la armonía y el diálogo fueron el signo de nuestras relaciones bilaterales. Así, también, nos hicimos invulnerables.

Pero pasó el tiempo, envejecimos y fuimos atropellados por las nuevas generaciones. Más tarde, otras dinastías asumieron nuestros legados, pero, como suele ocurrir, no supieron mantenerlos en el buen rumbo. Ahora que redacto estás líneas y ya no me desvelan las querellas terrenales, supongo que la historia nos recuerda como dos diestros administradores que para el bien de muchos convendría haber eternizado.

Supongo también que mi respetable adversario –Pablo o Esteban, hoy no podría precisarlo– es actualmente un oscuro empleado de oficina y ya ha olvidado el tiempo en que se las ingenió para reinar con autoridad y mesura sobre medio arenero de nuestro jardín de infantes. Sin embargo, el presente abunda en huellas del pasado que, aunque se superponen y confunden, siempre actualizan lo que, para bien o para mal, ha sido. En algún lugar de la cabeza de Sebastián –si es que aún no ha sido doblegado por la calvicie– un vacío oval, marca del palo de escoba que mi aliado allí estrelló, recuerda el momento de audacia en que, hace treinta años, quiso apropiarse de un camioncito abandonado en una esquina de nuestro imperio.

sábado, 22 de octubre de 2011

iluminación

llueven pájaros que se han cansado
de volar en vano
mientras vos acercás el vaso a tu boca
creyendo que se consumará
una certeza

pronto lo sentirás deslizarse por tu garganta
y ahogarse en un tiempo gris:
solo son reales los pájaros
cuando llueven

jueves, 13 de octubre de 2011

Si te quedas en mi país

En mi país la poesía ladra
suda orina tiene sucias las axilas.
La poesía frecuenta los burdeles
          escribe cantos silba danza mientras se mira
ociosamente en la toilette
                                  y ha conocido el sabor dulzón del amor
en los parquecitos de crepé
                       bajo la luna
                       de los mostradores.

Pero en mi país hay quienes hablan con su botella de vino
            sobre la pared azulada.

Y la poesía rueda contigo de la mano
                             por estos mismos lugares que no son los lugares
para filmar una canción destrozada.
Y por la poesía en mi país
                      si no hablaste como esto
                                                        te obligan a salir
en mi país
          no hay donde ir
                                 pero tienes que ir saliendo
como el acné en el cascarón rosado.
Y esto te urge más que una palabra perfecta.
En mi país la poesía te habla
                                como un labio inquietante al oído
te aleja de tu cuna culeca
           te filma tu paisaje de Herodes
y la brisa remece tus sueños
                               –la brisa helada de un ventilador.
Porque una lengua hablará por tu lengua.
Y otra mano guiará a tu mano
si te quedas en mi país.
enrique verástegui

Rimbaud en Polvos azules

Rimbaud apareció en Lima un 18 de julio de mil
novecientos setenta y dos.
Venía calle abajo con un sobretodo negro y un par
de botines marrones.
Se le vio por la Colmena repartiendo volantes de
apoyo a la huelga de los maestros y en una penosa marcha
de los obreros trabajadores de calzado El
Diamante y Moraveco S.A., reapareciendo en la
plazuela.
San Francisco dándole de comer a las palomas
y en un cafetín donde
rociaba migajas de pan en un café con leche
mientras entre atónito y estupefacto
releía un diario de la tarde. Las personas que lo
vieron aseguran que denotaba cansancio y que
fumaba como un condenado cigarrillo tras ciga-
rrillo.
Pálido como una hermelinda, de contextura del-
gada, entre las manos portaba
un libro de tapa gruesa. Luego hizo un ademán
con la mano pidiendo la cuenta.
Pagó 13 soles y 50 ctvos. y luego partió y una
muchacha al reconocerlo le tendió
la mano y le ofreció posada y su cuerpo a lo que
él respondió invadiéndola
de luces anaranjadas. Llovía. Y las pocas perso-
nas que en esos momentos
contemplaban la escena -serían unas 15, de 20
no pasan- reunidos bajo el toldo
de la chingana armaron un tremendo barullo
llamándolo Arturo, Arturo Rimbaud.
Y sus pasos fueron lentos mientras enrumbaba
por el Jr. Leticia y la calle Caquetá
en el Rímac. Casi todos los que se encontra-
ban reunidos coincidían en afirmar
que su aparición podría traer funestas consecuen-
cias al sistema y al orden
establecido y que mejor era dar parte a la policía.
Y la descripción que de él dio un político coincidía
con las que se dan para atrapar a un maleante.
La del empleado del Ministerio de Educación fue
que en su abundante cabellera
pendía un turbante turco y una argolla de bronce
aparecía en una de sus orejas.
A lo que un joven estudiante de San Marcos pro-
rrumpió amenazadoramente aseverando.
Que todos ellos estaban alienados y que
más bien había que cumplir
al pie de la letra la aseveración de Juan Nicolás
Arturo Rimbaud "Hay que cambiar
la vida" para lo cual había que destruir todo un
sistema inhumano injusto y atroz.

¡Linda manera de hacerse oír! terció la voz de un
anciano, y un muchacho
de secundaria dijo ¡Buena tío! y la muchacha fue
invadida de luces anaranjadas extrajo un lápiz de
labios de su cartera corriendo hasta llegar a un
muro donde inscribió esta significativa palabra
FIN
jorge pimentel

jueves, 22 de septiembre de 2011

exabrupto

nacimos en las inmediaciones de la realidad
nacimos por indiferencia o azar
pero aquí existimos
casi somos mundo
a pesar de las postergaciones y
las efervescencias no indulgentes
somos terrícolas
en la colisión en la
corrosión de un único constituido por error
creemos
creemos con espanto
creemos desde el destierro que ha
de haber rosas que son rosas que son rosas
postergamos la lágrima
y preferimos no hacerlo
atendemos al llamado tenue
de todo lo irredento

florezca lo nimio
que teje vacilaciones
no los ojos rectos congregados por resplandores
estamos atentos
vigilamos la gesticulación histriónica
la república de los caracoleos
falaces

escribimos en la palma de una mano
lo que queda por decir
el mensaje feroz de la épica mortuoria
el garabato derrocado

vamos a trazar una senda cariada
una música