jueves, 3 de noviembre de 2011

La cofradía de las dos espadas

Cuando después de sangrientos enfrentamientos logramos someter a las pequeñas tiranías, la aparente simplicidad del orden inaugurado se convirtió en el nuevo desafío. Al principio, debimos concentrar los esfuerzos individuales en controlar nuestros territorios y consolidar nuestros dominios. Yo en el occidente y él en el oriente, o quizás al revés, ya no lo recuerdo. Con el tiempo, más que las pálidas escaramuzas en los confines de nuestros respectivos reinos comenzaron a atemorizarnos nuestras presencias, la sombra del otro asechando a escasos pasos. Ambos supimos reconocer en la figura vecina a un gran señor, un líder, y en el resto a simples aventureros o vasallos. Pequeñas incursiones bélicas a los horizontes de nuestros territorios bastaban para amedrentar a estos últimos, pero sabíamos que en cualquier momento sería tiempo de la Gran Guerra. La total, la decisiva.

Empezamos a probarnos. En el fondo, cada uno de nosotros se sentía más poderoso que el enemigo pero la fama de inclementes que ambos habíamos sabido conquistar imponía respeto y vacilación. Comenzamos a enviarnos mensajeros con misivas provocadoras. Por aquel entonces, controlábamos la frontera que nos separaba con el mismo empeño que poníamos en detectar la distracción y la debilidad del otro. Fortalecimos nuestras huestes y las instruimos para que incursionaran en el campo ajeno, pero siempre prevenidas de que no incurrieran en agresión. Los múltiples augurios, sin embargo, ya lo profetizaban: el Gran Terror estaba por desatarse.

Entre tanto, una espada altanera llegada desde el extremo septentrional amenazaba con aprovecharse de nuestra fría rivalidad para rebelar a nuestros respectivos aliados e imponer un poder omnímodo en todo el orbe. Advertimos entonces -e intuimos que los pensamientos coincidían- que cuanto más nos ensañáramos con nuestro par -yo con él, él conmigo- más débiles nos presentaríamos ante los numerosos advenedizos y codiciosos. Después de algunas rencillas menores en las que ninguno de los dos pudo exhibir su superioridad, iniciamos las negociaciones que conducirían a la memorable Gran Alianza. Intercambiamos embajadas, enviamos a nuestros mejores hombres y finalmente nos presentamos en persona para pactar que en adelante no solo reprimiríamos las agresiones mutuas, sino que también aseguraríamos la defensa de las zonas sensibles del otro.

La Era de la Paz –quiero creer– todavía se invoca como el momento de mayor esplendor de nuestros reinados. Mientras duró, supimos administrar con destreza y sabiduría el destino de nuestros territorios y súbditos. Hicimos las ambiciones a un lado y la armonía y el diálogo fueron el signo de nuestras relaciones bilaterales. Así, también, nos hicimos invulnerables.

Pero pasó el tiempo, envejecimos y fuimos atropellados por las nuevas generaciones. Más tarde, otras dinastías asumieron nuestros legados, pero, como suele ocurrir, no supieron mantenerlos en el buen rumbo. Ahora que redacto estás líneas y ya no me desvelan las querellas terrenales, supongo que la historia nos recuerda como dos diestros administradores que para el bien de muchos convendría haber eternizado.

Supongo también que mi respetable adversario –Pablo o Esteban, hoy no podría precisarlo– es actualmente un oscuro empleado de oficina y ya ha olvidado el tiempo en que se las ingenió para reinar con autoridad y mesura sobre medio arenero de nuestro jardín de infantes. Sin embargo, el presente abunda en huellas del pasado que, aunque se superponen y confunden, siempre actualizan lo que, para bien o para mal, ha sido. En algún lugar de la cabeza de Sebastián –si es que aún no ha sido doblegado por la calvicie– un vacío oval, marca del palo de escoba que mi aliado allí estrelló, recuerda el momento de audacia en que, hace treinta años, quiso apropiarse de un camioncito abandonado en una esquina de nuestro imperio.

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